Riosucio: Un Puente Cultural Entre Colombia y Francia

Texto por: Andrés F. Rivera Motato

Fotos por: Andres C. Valencia

A los pies del imponente Cerro Ingrumá, guardiana ancestral de las comunidades indígenas, se encuentra Riosucio, Caldas, un pueblo tejido con hilos de historia y tradiciones inquebrantables.  Forjadas en el crisol de tres razas —india, africana y blanca—, este rincón es una celebración viva de costumbres ancestrales. Sus entrañas, bañadas de oro, y su piel, vestida de verde, reflejan la riqueza que brota de su tierra y su naturaleza. Aquí, entre plegarias al cielo y cantos al Diablo, late un espíritu que encuentra su apoteosis en un Carnaval. En Riosucio, el aire es suave, el agua fluye con memoria, y el fuego guarda los secretos y el calor humano de un pueblo arraigado en el noroccidente caldense.

Riosucio es un mosaico de herencias indígenas, un municipio tejido por cuatro resguardos: Nuestra Señora de La Montaña, Cañamomo y Lomaprieta, San Lorenzo, y Escopetera y Pirza. Cada uno, con su propio ritmo y su propia alma, guarda historias que atraen a un nuevo tipo de viajeros: aquellos que buscan más que paisajes, que se adentran en los senderos de la memoria, la naturaleza y la tradición.

El Cerro Ingrumá, imponente y sagrado, no está solo en esta tierra mágica. A su lado se alzan los Cerros Buenos Aires, Poolcas, El Gallo y Viringo en el resguardo de San Lorenzo, mientras que en las tierras de Cañamomo y Lomaprieta se erigen Sinifaná, Lomagrande, Carbunco y Picará, testigos silenciosos de la vida que fluye a su alrededor. Estos guardianes naturales no solo son parte del paisaje; son el eco de un pueblo que respira historia y tradición en cada rincón.

La magia del Valle de los Pirzas: donde un francés encontró su hogar

A 1.400 metros sobre el nivel del mar, en un valle cargado de historia, donde hubo batallas entre caciques y conquistadores, se alzan Las Cabañas de la Pradera. Este rincón, que alguna vez fue tierra de maíz y frísoles, hoy florece con cafetales y cañaduzales. Con dos hectáreas de serenidad, este paraíso de guadua fue moldeado con las manos de su anfitrión, un custodio del “resguardo más tranquilo de Riosucio” cómo él lo dice.

Aquí, la naturaleza no solo se contempla, sino que se vive: el alimento brota de la tierra misma, el agua desciende fresca de una quebrada cercana, y el aire se llena del susurro de enormes rocas que guardan el silencio sagrado del lugar. Desde este mirador de calma infinita, se despliega un paisaje que abraza el norte de Caldas, con los perfiles de Salamina, La Merced, Neira, Anserma, Aranzazu y Manizales dibujándose en el horizonte como un poema visual.

Conquistado por la magia de la ‘Perla del Ingrumá’, como también se le conoce a Riosucio, hace 15 años llegó Thomas Antoine Bachalard Fricot, un francés, apasionado por la apicultura y el arte de la guadua. Su historia comenzó con una invitación que le hizo un riosuceño, y desde el primer encuentro con estas tierras, supo que no volvería a partir. Nacido en Laval, al oeste de Francia, y con un pasado como capitán de veleros en las aguas de San Blas, Panamá, Thomas encontró aquí su ancla definitiva. 

Lo que comenzó como una maqueta hecha con palitos, se transformó con el tiempo en Las Cabañas de la Pradera, un lugar que ahora recibe a los viajeros como anfitrión. Hoy, entre la brisa de las montañas y el susurro de la quebrada cercana, Thomas llama a Riosucio su hogar, un rincón que combina naturaleza, tradición y el corazón de un extranjero que se volvió parte de la comunidad.

Aunque Thomas no es muy fanático del carnaval y la fiesta, se ha arraigado a la cultura local desde un enfoque más tranquilo y comunitario. Al turista le ofrece del café cultivado por sus vecinos, recomienda otros sitios cercanos para que visiten y fomenta un turismo solidario que beneficia a toda la región. En este refugio también habitan seis perros, gallinas, caballos y otros animales que completan un escenario de vida en plena comunión con la naturaleza. 

Un zumbido que enamora: la pasión de Thomas por las abejas

Desde siempre, Thomas soñó con tener una finca dedicada a las abejas, y en Riosucio encontró el lugar perfecto para convertir ese anhelo en realidad. Aunque las abejas de la región, de una cepa africana, tienen fama de bravas, también son productivas. Su finca cuenta con 20 colmenas que no solo producen miel, sino que también enriquecen el entorno natural. “Me gusta trabajar con la gente que hace turismo de aves, y las abejas atraen especies que no son comunes por aquí”, comenta con orgullo. 

Su huerta, llena de vida y colores, no solo alimenta a las abejas, sino que se ha convertido en un oasis para pájaros y visitantes por igual. Con una visión que mezcla trabajo y amor por la tierra, ha sembrado más de 1.000 árboles en la zona, incluyendo arrayanes, guayacanes, eucaliptos y otras especies dulces, pensados especialmente para sus colmenas. 

Cuando cae la noche, Thomas encuentra el momento ideal para trabajar con sus abejas. Con una luz roja para no molestarlas, cosecha la mejor miel bajo la calma de la oscuridad. “La idea es no inquietarlas; la noche es su momento de mayor tranquilidad”, explica mientras las admira en un rincón de una de sus cabañas. Aunque la producción de miel se concentra en tres meses al año, Thomas dedica el resto del tiempo a asegurar que sus colmenas siempre tengan de qué alimentarse. Por eso, el aire de su finca está impregnado de aromas a menta, mostaza y dulces flores.

Su amor por estos insectos va más allá de sus propias colmenas; con frecuencia, los vecinos lo llaman para rescatar enjambres que encuentran en sus fincas, confiando en su experiencia y respeto por la naturaleza. Así, su vida se entrelaza entre el zumbido de las abejas y las conversaciones con los turistas que llegan a este refugio, atraídos por la serenidad y la autenticidad que Thomas ha sabido construir.

Las Cabañas de la Pradera: un destino para contemplar y desconectar

Desde hace un año y medio, Thomas ha comenzado a recibir visitantes que, atraídos por la tranquilidad y el encanto del lugar, eligen Las Cabañas de la Pradera como punto de descanso. Algunos son viajeros que recorren la ruta entre Jardín, Antioquia, y Salento, Quindío, mientras que otros exploran pueblos como Anserma, Salamina y La Merced. “El turista que hace la ruta Jardín-Salento es muy diferente al que visita Salamina o La Merced”, reflexiona Thomas. “El primero parece no tener tiempo; el segundo es alguien que se toma el lujo de contemplar”. Con ojos atentos, ha notado cómo la zona está atrayendo cada vez más senderistas, lo que lo ha motivado a planear la creación de nuevos caminos para que los visitantes descubran el alma de estas tierras a su propio ritmo.

Hoy, Thomas ha establecido alianzas con operadores franceses, atrayendo turistas francófonos que encuentran en el lugar un rincón de conexión cultural en medio de la naturaleza colombiana. “El turista francés es amante de la naturaleza, las aves y las sorpresas que trae el cambio de altura, porque descubren especies distintas en cada parada”, explica. Aunque su finca también recibe visitantes colombianos y de otros países, ha procurado que el lugar sea especialmente acogedor para sus compatriotas. “No tengo gallos porque a los turistas franceses casi no les gustan, a pesar de ser el emblema de nuestro país, debido a su canto en las mañanas”, comenta con una sonrisa. Además, menciona que muchos franceses prefieren hospedarse con anfitriones que compartan su idioma, buscando una cercanía que les permita disfrutar aún más de la experiencia. 

Mientras prepara la comida para sus caballos, Thomas reflexiona sobre su vida en el Valle. “Si tú decides vivir en una finca con animales, no vale la pena irse. Ahora son los viajeros quienes me cuentan sus historias de afuera”, dice. La hospitalidad de Thomas no solo se refleja en su cálida acogida, sino también en su cocina, donde las preparaciones oscilan entre la gastronomía colombiana con toques franceses, ofreciendo a los visitantes una experiencia completa. 

Cada detalle en su trato demuestra su compromiso con el turismo de calidad, dejando en claro cómo se debe cuidar y recibir a un turista. En este pequeño paraíso, Thomas ha encontrado una manera de unir la tranquilidad del campo con las historias del mundo que llegan a su puerta.

Amigos del Francés: un puente entre culturas

Para Thomas, el programa Amigos del Francés no es solo una iniciativa turística, sino un puente que acerca a más compatriotas a descubrir la riqueza de Colombia. Está convencido de que este tipo de programas no solo impulsan el turismo en la región, sino que también entrelazan culturas que, aunque son distantes, tienen mucho en común.

Con la voz quebrada por la emoción, Thomas describe a Riosucio como un lugar mágico, lleno de autenticidad. “Es un pueblo muy típico, de gente hermosa, rodeado de montañas verdes y con una increíble diversidad de aves”, expresa mientras sus ojos se llenan de lágrimas. También siente la responsabilidad de cambiar la percepción errónea que muchos tienen sobre Colombia en el exterior. “Colombia es un país hermoso”, asegura, e invita a todos a descubrir los encantos y la magia de estas tierras que ahora considera su hogar.

Thomas parece haber encontrado en Riosucio un destino predestinado, una conexión que va más allá de lo casual. El escudo del municipio, diseñado con el estilo francés en honor a Jean-Baptiste Boussingault, simboliza ese lazo histórico con Francia, país que también trazó las primeras calles de esta tierra llena de encanto. Hoy, Thomas lleva ese legado en su propia historia, siendo un embajador moderno de esa herencia cultural. Así como el escudo y las calles dan forma al alma de Riosucio, él contribuye a moldear su presente, entre colmenas, montañas y la cálida hospitalidad que regala a todo aquel que llega.

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